Jn 11,1-45: A todos resucita el Señor
Os he dicho esto con el fin de convenceros de que nuestro Señor Jesucristo realizó los milagros para significar algo con ellos, de forma que, exceptuando su ser algo admirable, grande y divino, aprendiésemos otra cosa con ellos.
Veamos ahora qué quiso enseñarnos en los tres muertos que resucitó. Resucitó a la hija del jefe de la Sinagoga, cuya curación se le había pedido cuando estaba aún enferma. Hallándose en camino a casa se le anuncia su muerte. Y como si su fatiga fuese ya vana, se le comunica al padre: La niña ha muerto, ¿por qué molestas todavía al maestro? Jesús prosiguió su camino y dijo al padre de la joven: No temas, cree solamente. Cuando llegó a casa lo encontró todo dispuesto para los funerales. No lloréis, les dijo; la joven no está muerta, sino que duerme. Y dijo la verdad: dormía, pero sólo para quien tenía el poder de resucitarla. Una vez resucitada se la devuelve viva a sus padres.
También resucitó a un joven, hijo de una viuda... Se acercaba el Señor a la ciudad cuando sacaban al muerto de la casa. Conmovido de misericordia por las lágrimas de la madre viuda y privada de su único hijo, hizo lo que habéis oído diciendo: Joven, yo te lo ordeno, levántate (Lc 7;14). Resucitó el difunto, comenzó a hablar y se lo entregó a su madre. Resucitó igualmente a Lázaro, pero del sepulcro. A los discípulos con quienes hablaba, que sabían que Lázaro, amado con predilección por el Señor, estaba enfermo, les dice: Lázaro, nuestro amigo, duerme. Pensando en el sueño reparador de la salud, le responden: Señor, si duerme, está curado. Y él, de forma ya más clara: Nuestro amigo Lázaro ha muerto (Jn 11,11-14). Dijo la verdad una y otra vez: para vosotros está muerto, mas para mí duerme.
Estos tres géneros de muertos corresponden a las tres clases de pecadores que Cristo resucita también hoy. La hija del jefe de la sinagoga se hallaba muerta dentro de casa; aún no la habían sacado al exterior. Allí la resucitó y entregó viva a sus padres. El joven ya no estaba en casa, pero tampoco en el sepulcro; había salido de la casa, pero aún no había sido sepultado. Quien resucitó a la difunta en la casa, resucitó a quien había salido ya de ella, pero aún no había sido sepultado. Sólo faltaba el tercer caso: que fuera resucitado estando en el sepulcro; esto lo realizó en Lázaro.
Hay personas que han pecado ya en su corazón, pero el pecado aún no se ha hecho realidad exterior. Un tal se sintió afectado por cierto deseo. El mismo Señor dice: Quien viere a una mujer, deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5,28). Todavía no ha habido contacto corporal, pero ya consintió en su corazón. Tiene el muerto en su interior; aun no lo ha sacado fuera. Pues bien, eso acontece, según sabemos, y a diario lo experimentan en sí los hombres cuando, oyendo en alguna ocasión como que la palabra de Dios les dice: Levántate, se condena el consentimiento al pecado y se respira salud y justicia. Resucita el muerto en la casa y se respira salud y justicia. Resucita el muerto en la casa y revive el corazón en lo secreto de la conciencia. Esta resurrección del alma muerta se produjo en el secreto de la conciencia; caso idéntico a aquel que resucitó dentro de su casa.
Hay otros que, después de haber consentido pasan a la acción; es el caso paralelo a quienes sacan fuera al muerto, para que aparezca a las claras lo que permanecía oculto. ¿Han de perder la esperanza éstos que pasaron a la acción? ¿No se le dijo a aquel joven: Yo te lo ordeno, levántate? (Lc 7,14). ¿No fue devuelto a su madre? Luego así también quien pecó de hecho, si amonestado y afectado por la palabra de la verdad se levanta ante la palabra de Cristo, resucita también. Pudo avanzar en el pecado, pero no perecer para siempre.
Quienes a fuerza de obrar mal se enredan en la mala costumbre de forma que esa misma mala costumbre no les deja ver el mal, se convierten en defensores de sus malas acciones, comportándose como los sodomitas, que en otro tiempo replicaron al justo que les reprendía su perverso deseo: Tu viniste a vivir con nosotros, no a dar leyes (Gn 19,9). Tan arraigada estaba allí la costumbre de la nefanda torpeza, que la maldad les parecía justicia hasta reprender antes al que la prohibía que al que la obraba. Los tales, sometidos a tan perversa costumbre, están como sepultados. Pero, ¿qué he de decir, hermanos? De tal forma sepultados que se les podría aplicar lo que se dijo de Lázaro: Ya hiede (Jn 11,39). La piedra colocada sobre el sepulcro es la fuerza oprimente de la costumbre que aprisiona al alma y no la permite ni levantarse ni respirar.
De Lázaro se dijo que llevaba cuatro días muerto. En efecto, el alma llega a esta costumbre de que estoy hablando como en cuatro etapas. La primera consiste en la seducción del placer en el corazón. La segunda en el consentimiento. La tercera es ya la realización y la cuarta la costumbre. Hay quienes rechazan tan radicalmente con sus mismos pensamientos las cosas ilícitas que ni siquiera se deleitan en ellas. Hay quienes se deleitan, pero no consienten; habría que decir que la muerte no es plena, pero que en cierto modo se ha iniciado ya. Si el consentimiento sigue a la delectación, ahí está la condenación. Tras el consentimiento se procede al hecho y el hecho conduce a la costumbre, provocando una cierta pérdida de esperanza, por lo cual se dice: Lleva cuatro días, ya hiede.
Llega el Señor para quien todo es fácil y te presenta alguna dificultad. Se estremeció en su espíritu y mostró que quienes se han endurecido tienen necesidad del gran grito de la corrección. Sin embargo, ante la simple voz del Señor que llamaba, se rompieron los lazos de la necesidad. Tembló el poder del infierno y Lázaro fue devuelto vivo. También libera el Señor a los que por la costumbre llevan cuatro días muertos, pues para él, que quería resucitarle, Lázaro sólo dormía. Pero ¿qué dice? Observad cómo fue la resurrección. Salió vivo del sepulcro, pero no podía caminar. Y Jesús dice a sus discípulos: Desatadlo y dejadlo ir (.in 11,44). Él resucitó al muerto y los otros lo desataron. Ved que algo es propio de la majestad divina que resucita. Alguien, enfangado en la mala costumbre, es reprendido por la palabra de la verdad. Pero ¡cuántos no han sido reprendidos por ella y no la escuchan! ¿Quién actúa en el interior de quien la oye? ¿Quién comunica la vida interior? ¿Quién es el que aleja la muerte secreta y otorga la vida también secreta? ¿No es verdad que después de las reprensiones y recriminaciones quedan los hombres solos con sus pensamientos y comienzan a reflexionar sobre la mala vida que llevan y la opresión que, por la pésima costumbre, soportan? Después, descontentos de si mismos, deciden cambiar de vida. Resucitaron: revivieron quienes se hallaron descontentos de su vida anterior; mas, no obstante haber revivido, no pueden caminar. Les atan los lazos de sus culpas. Es, pues, necesario que quien ha recobrado la vida sea desatado y se le permita andar. Esta función la otorgó el Señor a sus discípulos cuando les dijo: Lo que desatareis en la tierra quedará desatado en el cielo (Mt 18,18).
Amadísimos, oigamos esto de forma que quienes están vivos sigan viviendo y quienes se hallan muertos recobren la vida. Si el pecado está en el corazón y aún no ha salido fuera, haga penitencia, corrija su pensamiento y resucite al muerto en el interior de la conciencia. No pierdas la esperanza ni siquiera en el caso de haber consentido a lo pensado. Si no resucitó el muerto dentro, resucite fuera. Arrepiéntase de lo hecho y resucite rápidamente; no vaya al fondo de la sepultura, no reciba sobre sí el peso de la costumbre. Quizá estoy hablando a quien se halla oprimido por la dura piedra de la costumbre, quien se ve atenazado por la fuerza de lo habitual, quien quizá ya hiede de cuatro días. Tampoco éste ha de perder la esperanza: es verdad que yace muerto en lo profundo, pero profundo es Cristo. Sabe quebrar con su voz los pesos terrenos, sabe vivificar interiormente y entregarlo a los discípulos para que lo desaten. Hagan penitencia también ellos, pues ningún hedor quedó a Lázaro, vuelto a la vida, a pesar de haber pasado cuatro días en el sepulcro. Por tanto, los que gozan de vida, sigan viviendo; si alguien se halla muerto, cualquiera que sea la muerte de las tres mencionadas en que se encuentre, haga lo posible por resucitar cuanto antes.
Sermón 98,4-7
Comentario de Hans Urs von Balthasar
1. «Yo mismo abriré vuestros sepulcros». A medida que se aproxima la pasión de Jesús, el tiempo de Cuaresma acrecienta la esperanza de los pecadores que hacen penitencia. Si el hombre está espiritualmente muerto por su culpa, el Dios vivo es más grande que la muerte, su poder más fuerte que cualquier corrupción terrena. En ningún pasaje de la Antigua Alianza está esto más enérgicamente expresado que en la visión de Ezequiel (primera lectura), donde el profeta ve los huesos dispersos por el suelo revestirse de carne y ponerse en pie formando una muchedumbre inmensa. «Dios», dice el libro de la Sabiduría, «no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera» (Sb 1,13s). Israel se ha precipitado en la muerte con su rechazo del Dios viviente, pero la vitalidad de Dios es más fuerte y puede devolver la vida y la fuerza a los huesos muertos.
2. En la Antigua Alianza esto es sólo una profecía para el futuro del pueblo, pero se convertirá inopinadamente en realidad por la resurrección de Cristo. Ahora, en la segunda lectura, se trata de nosotros los cristianos, que ciertamente debemos morir, pero que, en virtud de la resurrección de Jesús y de su Espíritu Santo que habita en nosotros, tenemos la seguridad de que Dios, por este Espíritu, «vivificará también nuestros cuerpos mortales». La condición, dice la epístola, es que no nos dejemos conducir por la carne, es decir, por lo mundano y perecedero, sino por «el Espíritu de Dios» Padre y «de Cristo». Con este Espíritu habita ya en nosotros el germen de la vida eterna de Dios y tenemos ya la prenda, la entrada asegurada, por así decirlo, en la vida de Dios. El cristiano que hace penitencia por sus pecados, no puede hacerla con tristeza, sino con la secreta alegría del que sabe a ciencia cierta que va al encuentro de la vida.
3. La resurrección de Lázaro es el último signo de Jesús antes de su pasión; y se convierte también en el motivo inmediato de su arresto (Jn 11,47-56). El que va al encuentro de la muerte, quiere antes ver la muerte cara a cara. Por eso deja expresamente morir a Lázaro, a pesar de los ruegos de sus amigas, Marta y María; Jesús quiere postrarse ante el sepulcro de su amigo, cerrado con una losa, y llorar «conmovido, consternado, irritado» (sea cual sea la traducción elegida) a causa del terrible poder de este «último enemigo» (1 Co 15,26), que sólo puede ser vencido desde dentro, desde lo más profundo de sí mismo. Sin estas lágrimas ante el sepulcro de Lázaro, Jesús nos sería el hombre que es. Pero enseguida todo se precipita: primero viene la orden de quitar la piedra (a pesar de la objeción de Marta); después la oración dirigida al Padre -porque el Hijo implora la fuerza de lo alto siempre que hace un milagro: nunca se trata de magia, sino de una fuerza que le viene dada de arriba-; y finalmente la orden: «¡Lázaro, sal fuera!». Su poder sobre la muerte es parte de su misión, pero no será un «pleno poder» hasta que, exhalando el Espíritu Santo hacia Dios y hacia la Iglesia, muera en la cruz. Esta muerte no será ya el destino de los hijos de Adán, sino la manifestación de la entrega suprema de Dios a los hombres en Cristo. Sólo porque muere de esta muerte de amor obediente,
HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 50 s.
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