La primera lectura contiene el evangelio propiamente dicho. Los cuarenta días de la aparición del Resucitado fueron un período de transición muy misterioso entre la vida y la muerte terrestres de Jesús, por una parte, y su ascensión al Padre, por otra. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús apareció como el engendrado por el Espíritu y el lleno del Espíritu: la elección de los doce se produce expresamente en el Espíritu (v. 2). Ahora es el Glorificado totalmente transfigurado por el Espíritu, «el segundo Adán del cielo» (1 Co lS,47) que, cuando vuelva al Padre, se convertirá en «Espíritu de vida" (ibid. 46) para la Iglesia. Lo único que le importa es el «reino de los cielos» (v. 4) que los discípulos tendrán que anunciar en el Espíritu «hasta los confines del mundo», mientras que para los discípulos, que aún no han recibido el Espíritu Santo, todavía es importante «la soberanía de Israel» y la hora en que ésta haya de producirse. Pero estas miras de los discípulos quedan eliminadas por dos cosas: la espera en oración del Espíritu y el envío en él a todo el mundo como «mis testigos». Estas dos cosas, que son inseparables, constituirán la esencia de la Iglesia: invocación del Espíritu de Dios y testimonio. Los ángeles reenvían a los discípulos, que miran fijos al cielo viendo desaparecer al Señor, a la doble tarea que les ha sido encomendada.
2. El poder sobre el universo y la Iglesia
La segunda lectura describe el poder ilimitado que Dios Padre ha concedido al Hijo elevado al cielo. La resurrección de entre los muertos, la exaltación a la derecha de Dios y la superioridad sobre toda potestad creada constituyen un único e idéntico movimiento. Y esto no sólo para el tiempo efímero de este mundo, sino también para el mundo «futuro», glorificado en Dios. Se podría pensar que, debido a esta concesión de poder tan ilimitada, la Iglesia quedaría rebajada al nivel de una parte (quizá insignificante) de la soberanía de Cristo. Si él domina sobre todos los poderes del mundo -sobre la política, la economía, la cultura, la religión y cualquiera de los poderes que dominan el mundo-, entonces la Iglesia parece una institución más entre otras, una instancia escasamente relevante. Sin embargo, sorprendentemente, se establece una diferencia entre el poder del Exaltado sobre el universo entero y su posición como cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo. El cuerpo de Cristo no es el cosmos (no hay un «Cristo cósmico»), sino sólo la Iglesia, en la que, por sus sacramentos, su Eucaristía, su palabra, su Espíritu y su misión, Cristo vive de un modo misterioso que se ilustra con la imagen del alma y el cuerpo. A partir de aquí se puede ver ya que a la Iglesia no le está permitido vivir encerrada en sí misma y para sí misma, sino que debe estar abierta al mundo que, a través de la Iglesia, debe integrarse en la plenitud de Cristo y de Dios.
3. Pleno poder de misión.
Eso es lo que confirma definitivamente el evangelio, el brillante final del texto de Mateo. El Señor que aparece aquí y ante el que se postran los discípulos, es ya el Glorificado «al que se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». «Dado», porque él es el Hijo que recibe todo del Padre, pero lo transfiere incondicionalmente. La palabra «todo», que se repite cuatro veces, abarca todas las dimensiones imaginables e incluye expresamente en ellas la misión universal, «católica», de la Iglesia: el «pleno poder» es necesario para poder dar una orden tan categórica y universal: «a todos los pueblos». La misión tiene por objeto enseñar a los hombres a guardar «todo» lo que Jesús ha dicho y hecho, con lo que queda prohibida cualquier selección reductiva en la doctrina y en la vida. Esta misión aparentemente tan excesiva será posible porque el Señor estará «todos los días, hasta el fin del mundo» con los enviados y garantizará así el cumplimiento de la misma.
HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 68 ss.
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