domingo, 22 de mayo de 2011

Domingo 5º de Pascua


Cristo, camino, verdad y vida

La joven Iglesia debe saberlo: nadie puede llegar al Padre sin pasar por el Hijo; éste es uno de los temas del evangelio de este 5.° domingo. Para Cristo, al responder a la pregunta bastante mezquina de Felipe, "Muéstranos el Padre", es el momento de recalcar con una frase su unidad con el Padre: él está en el Padre y el Padre está en él. La fe en esta realidad es indispensable, y si se quiere realizar grandes obras, es necesario creer en la persona de Cristo. Toda la actividad de la Iglesia sería infructuosa si no se creyera de manera absoluta en la persona de Cristo y en su unión íntima con el Padre. Durante su vida, Cristo quiso dar con sus obras la señal de esta unidad entre él y su Padre. Y Jesús anuncia ya su marcha. En el momento en que va a dejar en la tierra a sus discípulos, se preocupa por la hondura y el objeto exacto de su fe. Porque es tan fundamental esa actitud para la joven Iglesia, que condiciona su propia existencia. Cristo es verdaderamente el instrumento del encuentro con Dios, y en este sentido, la Iglesia ha de ser continuadora de Cristo e indicadora del camino para llegar al Padre.

CON/HEBREO-GRIEGO: Indudablemente no existe identidad entre Cristo y la Iglesia, pero es voluntad de Cristo que su Iglesia sea signo; ella, en la humildad de su condición, va detrás de su Cabeza y guiada siempre por su Espíritu: camino, verdad y vida. Volvemos a encontrar aquí en boca de Jesús el término "conocer". "Conocer" al Padre, "conocer" a Cristo. El evangelio de este día da bastante idea de la diferente manera que tienen de entender lo que es conocimiento un filósofo griego y uno hebreo. Para un griego, conocer sería más bien abstraer, o también contemplar desde afuera un objeto que sigue siendo lo que es de una manera definitiva, hasta el punto de poder formarnos de él un concepto. De este modo está Dios fuera de nosotros, y le contemplamos en sí mismo como a alguien a quien intentamos alcanzar al ir formulando progresivamente el concepto de Dios. Lo esencial consiste en captar las cualidades esenciales de ese Dios que contemplamos y que se mantiene exterior a nosotros.

Para un hebreo, conocer significa experimentar el objeto del conocimiento, entrar en estrecha relación con él. Si para un griego se trata de contemplar a un Dios que permanece fuera de nosotros en su inmutabilidad, para el hebreo se trata de experimentar las relaciones de Dios con los hombres; se le conoce por sus obras. El evangelio de Juan ha de leerse en su contexto cultural. Aunque su contexto es hebreo, sin embargo deben reconocerse en él ciertos elementos griegos; así pues, para entender ciertos términos de este evangelio, como el de "conocer", no deberían aplicarse distinciones demasiado tajantes entre "griego" y "hebreo". Sin embargo, el mismo Cristo indica lo que entiende él por "conocer": es una experiencia concreta que puede alcanzarse considerando las obras realizadas por él mismo. En ese momento se le podrá conocer partiendo de lo concreto de la experiencia. Después de haber vuelto Cristo al Padre, habrá que conocer a éste y tener experiencia de él a través de los signos de Cristo.

-El Espíritu y la imposición de las manos

Continuar los "signos" de Cristo para permitir la experiencia de Dios y poder hacer que se le vea -"conociendo a Dios visiblemente", como dice uno de los prefacios de Navidad- es la preocupación de la Iglesia. Consiguientemente, ésta ha de poder disponer de hombres que aseguren en ella el ministerio de la Palabra, pero también los servicios más humildes que aseguren la vida, incluso material, de los fieles. Quien elige en realidad esos hombres y les comunica un carisma particular para cumplir su misión, es el Espíritu. Siete hombres reciben así la imposición de las manos de los Apóstoles, previa oración. Lucas señala que la comunidad seguía aumentando hasta el punto de que el número de los discípulos "crecía mucho", escribe el propio Lucas, y se complace en precisar que aceptaban la fe incluso numerosos sacerdotes judíos.

-Raza elegida, sacerdocio real

Pero, en realidad, la Iglesia entera es ya un signo que permite el acceso al Padre. En la construcción progresiva de la Iglesia, cada cristiano es una piedra viva. Para serlo necesita poseer una fe viva en la persona de Jesús resucitado.

SCDO-COMUN-Y-MIRIAL: Sobre la base de este texto de Pedro se ha construido a veces una teología un tanto subjetiva, que ha podido contradecir a una teología de los ministerios, ya no tan sencilla de establecer. Se ha podido exagerar o, por el contrario, restringir el pensamiento de quien habló del "sacerdocio de los fieles". En este sacerdocio de los fieles se ha visto, por un lado, una simple analogía: el bautismo y la confirmación conferirían un sacerdocio analógico. O, por el contrario, en este texto se ha querido encontrar una especie de proclamación sacerdotal, la carta del sacerdocio de todos los fieles, siendo verdaderamente sacerdote todo bautizado y por tanto la negación de toda jerarquía en el orden sacerdotal. En el momento del Concilio de Trento, uno de los caballos de batalla de la Reforma fue éste: todos sacerdotes. La interpretación de esta frase de la carta de Pedro la ha dado con bastante claridad, parece, la constitución dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, en la que se considera el sacerdocio (Lumen Gentium 3, 9, 10, 31, 32). Parece preferible recoger el texto de la Constitución tal y como es: Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (Heb 5, 1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre" (cf. Apoc 1, 6; 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. I Pe 2, 4-lO).

Hasta aquí, pudiera creerse que el texto habla de un sacerdocio analógico por el que nos ofrecemos sólo espiritualmente. Pero la Constitución puntualiza: El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo...

Así pues, en realidad no hay más que un solo sacerdocio, el de Cristo, participado de dos maneras esencialmente distintas: el sacerdocio de los bautizados y el de los ministros ordenados. Sin embargo, la Constitución no hace precisiones netas sobre este sacerdocio real de los fieles. Se habla de los sacrificios espirituales que deben ofrecer; en tanto que, al tratarse de la eucaristía, se relaciona con ella al sacerdocio ministerial. Pudiera concebirse, por lo tanto, una doble manera de entender el ofrecimiento del sacrificio: una, espiritual, y ése sería el papel del sacerdocio de los fieles, un ofrecimiento puramente interior; y otra visible, ritual, exterior, de ofrecer el sacrificio verdadero, que sería el papel del sacerdocio ministerial o de orden. De donde podría deducirse que el único sacrificio verdadero es el ritual y exterior, y por lo tanto, únicamente el ofrecido por la jerarquía sacerdotal. De ser exacta esta distinción, tendría importantes consecuencias en cuanto a la participación de los fieles en la liturgia. En efecto, la liturgia se sintetiza en el sacrificio eucarístico y gira en torno a él. Si este sacrificio puede ser solamente ofrecido de manera visible por el sacerdocio jerárquico y sólo espiritualmente por los fieles con su sacerdocio de bautizados, el sacerdocio de éstos sería en realidad meramente analógico, y una especie de paso nominal de las prerrogativas del sacerdocio ministerial al de los fieles. En consecuencia, ¿cómo hablar de una liturgia del cuerpo de la Iglesia, a no ser de una manera analógica y metafórica? En realidad, habría que reservar, por lo tanto, la liturgia verdadera y propiamente dicha exclusivamente a los ministros ordenados de la Iglesia. Y sin embargo, hay que reconocerlo: en ninguna parte encontramos en la tradición esta distinción que desdoblaría el sacrificio distinguiendo un sacrificio exterior, visible, ritual y un sacrificio espiritual. Al contrario, a partir de la enseñanza de los profetas y de Cristo, encontramos un solo sacrificio, el sacrificio espiritual consistente en cumplir la voluntad de Dios (Jer 7, 22; Am 5, 21-25, Mt 9, 13; 12, 7; Mc 12, 33-34; Jn 4, 23-24, especialmente Jn 2, 14-17; Mt 26.61; Mc 14, 58). Además, la muerte de Cristo es un sacrificio espiritual, el único que el Padre puede aceptar. También los cristianos ofrecen un sacrificio espiritual. Si la celebración sacramental, y especialmente la de la eucaristía, es un acto ritual y por lo tanto exterior, el sacrificio de Cristo es un sacrificio espiritual, el único que el Padre puede aceptar. También los cristianos ofrecen un sacrificio espiritual. Si la celebración sacramental, y especialmente la de la eucaristía, es un acto ritual y por lo tanto exterior, el sacrificio de Cristo, así actualizado en este rito, no es un sacrificio exterior y hay que afirmar que este sacrificio espiritual de Cristo convertido en actual bajo el rito sacramental, permite a los fieles unirse enteramente a este único sacrificio espiritual de Cristo; de este modo están los fieles íntimamente unidos a la sumisión de Cristo que viene a cumplir la voluntad de su Padre. De manera que la voluntad de obedecer al Padre aportada por los fieles, es decir, su sacrificio espiritual, es también materia de la oblación propiciatoria de Cristo a su Padre, de Cristo que une esta ofrenda de los fieles a la suya como Jefe de la Iglesia; él, Cabeza del Cuerpo, ofrece un sacrificio espiritual de obediencia a la voluntad del Padre, uniéndosele toda su Iglesia.

Si no hay que exagerar el texto de Pedro haciendo sacerdotes a todos los fieles según el mismo modo esencial, sin embargo no hay que oponer el sacrificio ofrecido por el sacerdocio de los que han sido ordenados, sacrificio que sería exterior, visible único sacrificio verdadero, a la ofrenda del sacerdocio de los bautizados, que consistiría en ofrecer interior y espiritualmente. Creo que se debe volver a lo que escribimos a propósito de los sacramentos de la iniciación cristiana en este mismo volumen. El plan de salvación de Dios consiste en crear de nuevo al mundo en la unidad consigo mismo y con su Dios para glorificarle. Esto sólo puede realizarse mediante el cumplimiento de la voluntad del Padre. El Verbo encarnado puede realizar esta reconstrucción ofreciendo su vida, signo del don espiritual e íntegro de su voluntad de acuerdo con lo que el Padre quiere; eso es lo que le merece ser el Hijo amado, como la voz del Padre lo proclama en el bautismo de Cristo en el Jordán y en la Transfiguración. Por nuestro bautismo, bajo la acción del Espíritu nos hacemos hijos adoptivos, y por la confirmación recibimos nuestro encargo oficial de ser participantes en la obra de Cristo. Para realizar esto es preciso que el sacrificio de Cristo, ese sacrificio espiritual significado por su muerte y por su sangre, se actualice para nosotros. El sacerdocio ministerial es el que podrá rendir este servicio al mundo de los bautizados y de los confirmados, al recibir del Espíritu la facultad de actualizar el sacrificio del Calvario. Lo ofrecerá con Cristo, Jefe de la Iglesia, con quien comparte el sacerdocio como sacerdocio de la Cabeza de la Iglesia. Los bautizados y confirmados ofrecen este sacrificio, convertido en presente, con su sacerdocio de miembros de la Iglesia, asumiendo Cristo todas las buenas voluntades, toda búsqueda de mejorar la vida y todos los sufrimientos de cada uno de nosotros, al ofrecer al Padre el sacrificio espiritual de alabanza cuyo signo es el sacrificio de la Cruz, actualizado aquí de forma incruenta.

Así pues, este domingo no necesitamos considerar a la Iglesia como compuesta única y exclusivamente de ministros ordenados para estructurarla, sino que se nos invita a considerar nuestro propio sacerdocio según su rango, pero también como complementario del sacerdocio de orden, o ministerial. Sacerdotes, bautizados, sin duda con grados esencialmente distintos -y hemos visto por qué- tenemos que ofrecer con toda realidad el único y sin par verdadero sacrificio espiritual.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 206-212

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