3 EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS
«Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a
Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo,
está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed la Buena Noticia"». Con
estas palabras describe el evangelista Marcos el comienzo de la vida pública de
Jesús y, al mismo tiempo, recoge el contenido fundamental de su mensaje (1,4s).
También Mateo resume la actividad de Jesús de este modo: «Recorría toda
Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino,
curando las enfermedades y las dolencias del pueblo» (4, 23; cf. 9, 35). Ambos
evangelistas definen el anuncio de Jesús como «Evangelio». Pero, ¿qué es
realmente el Evangelio?
Recientemente se ha traducido como «Buena
Noticia»; sin embargo, aunque suena bien, queda muy por debajo de la grandeza
que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del
lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus
salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se
llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera
especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador —ésa era la idea
de fondo— es mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino transformación
del mundo hacia el bien.
Cuando los evangelistas toman esta palabra
—que desde entonces se convierte en el término habitual pa ra definir el género
de sus escritos—, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían
por dioses, reclamaban sin derecho, aquí ocurre realmente: se trata de un
mensaje con autoridad que no es sólo palabra, sino también realidad. En el
vocabulario que utiliza hoy la teoría del lenguaje se diría así: el Evangelio
no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple
comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y
transformándolo. Marcos habla del «Evangelio de Dios»: no son los emperadores
los que pueden salvar al mundo, sino Dios. Y aquí se manifiesta la palabra de
Dios, que es palabra eficaz; aquí se cumple realmente lo que los emperadores
pretendían sin poder cumplirlo. Aquí, en cambio, entra en acción el verdadero
Señor del mundo, el Dios vivo.
El contenido central del «Evangelio» es que el
Reino de Dios está cerca. Se pone un hito en el tiempo, sucede algo nuevo. Y se
pide a los hombres una respuesta a este don: conversión y fe. El centro de esta
proclamación es el anuncio de la proximidad del Reino de Dios; anuncio que
constituye realmente el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Un dato
estadístico puede confirmarlo: la expresión «Reino de Dios» aparece en el Nuevo
Testamento 122 veces; de ellas, 99 se encuentran en los tres Evangelios
sinópticos y 90 están en boca de Jesús. En el Evangelio de Juan y en los demás
escritos del Nuevo Testamento el término tiene sólo un papel marginal. Se puede
decir que, mientras el eje de la predicación de Jesús antes de la Pascua es el anuncio
de Dios, la cristología es el centro de la predicación apostólica después de la
Pascua.
¿Significa esto un alejamiento del verdadero
anuncio de Jesús? ¿Es cierto lo que dice Rudolf Bultmann de que el Jesús
histórico no tiene cabida en la teología del Nuevo Testamento, sino que por el
contrario debe ser tenido aún como un maestro judío que, aunque deba ser
considerado como uno de los presupuestos esenciales del Nuevo Testamento, no
forma parte personalmente de él?
Otra variante de estas concepciones que abren
una fosa entre Jesús y el anuncio de los apóstoles se encuentra en la
afirmación, que se ha hecho famosa, del modernista católico Alfred Loisy:
«Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». Son palabras que dejan
transparentar ciertamente ironía, pero también tristeza: en lugar del tan
esperado Reino de Dios, del mundo nuevo transformado por Dios mismo, ha llegado
algo que es completamente diferente —¡y qué mi seria!—: la Iglesia.
¿Es esto cierto? La formación del cristianismo
en el anuncio apostólico, en la Iglesia edificada por él, ¿significa en
realidad que se pasa de una esperanza frustrada a otra cosa diversa? El cambio
de sujeto «Reino de Dios» por el de Cristo (y, con ello, el surgir de la
Iglesia) ¿supone verdaderamente el derrumbamiento de una promesa, la aparición
de algo distinto?
Todo depende de cómo entendamos las palabras
«Reino de Dios» pronunciadas por Jesús, y qué relación tenga el anuncio con Él,
que es quien anuncia: ¿Es tan sólo un mensajero que debe batirse por una causa
que en último término nada tiene que ver con El, o el mensajero es El mismo el
mensaje? La pregunta sobre la Iglesia no es la cuestión primaria; la pregunta
fundamental se refiere en realidad a la relación entre el Reino de Dios y
Cristo. De ello depende después cómo hemos de entender la Iglesia.
Antes de profundizar en las palabras de Jesús
para comprender su anuncio —sus acciones y su sufrimiento— puede ser útil
considerar brevemente cómo se ha interpretado la palabra «reino» en la historia
de la Iglesia. En la interpretación que los Santos Padres hacen de esta palabra
clave podemos observar tres dimensiones.
En primer lugar la dimensión cristológica.
Orígenes ha descrito a Jesús —a partir de la lectura de sus palabras— como
autobasileía, es decir, como el reino en persona. Jesús mismo es el «reino»; el
reino no es una cosa, no es un espacio de dominio como los reinos terrenales.
Es persona, es Él. La expresión «Reino de Dios», pues, sería en sí misma una
cristología encubierta. Con el modo en que habla del «Reino de Dios», Él
conduce a los hombres al hecho grandioso de que, en Él, Dios mismo está
presente en medio de los hombres, que Él es la presencia de Dios.
Una segunda línea interpretativa del
significado del «Reino de Dios», que podríamos definir como «idealista» o
también mística, considera que el Reino de Dios se encuentra esencialmente en
el interior del hombre. Esta corriente fue iniciada también por Orígenes, que
en su tratado Sobre la oración dice: «Quien pide en la oración la llegada del
Reino de Dios, ora sin duda por el Reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora
para que ese reino dé fruto y llegue a su plenitud... Puesto que en las
personas santas reina Dios [es decir, está el reinado, el Reino de Dios]...
Así, si queremos que Dios reine en nosotros [que su reino esté en nosotros], en
modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal [Rm 6, 12]...
Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual [Gn 3,8] y,
junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros.» (n. 25: PG
11,495s). La idea de fondo es clara: el «Reino de Dios» no se encuentra en
ningún mapa. No es un reino como los de este mundo; su lugar está en el interior
del hombre. Allí crece, y desde allí actúa.
La tercera dimensión en la interpretación del
Reino de Dios podríamos denominarla eclesiástica: en ella el Reino de Dios y la
Iglesia se relacionan entre sí de diversas maneras y estableciendo entre ellos una
mayor o menor identificación.
Esta última tendencia, por lo que puedo
apreciar, se ha ido imponiendo cada vez más sobre todo en la teología católica
de la época moderna, aunque nunca se ha perdido de vista totalmente la
interpretación centrada en la interioridad del hombre y en la conexión con
Cristo. Pero en la teología del siglo XIX y comienzos del XX se hablaba
predominantemente de la Iglesia como el Reino de Dios en la tierra; era vista
como la realización del Reino de Dios en la historia. Pero, entretanto, la
Ilustración había suscitado en la teología protestante un cambio en la exégesis
que comportaba, en particular, una nueva interpretación del mensaje de Jesús
sobre el Reino de Dios. Sin embargo, esta nueva interpretación se subdividió
enseguida en corrientes muy diferentes entre sí.
El representante de la teología liberal en los
comienzos del siglo XX es Adolf von Harnack, que veía en el mensaje de Jesús
sobre el Reino de Dios una doble revolución frente al judaísmo de su época.
Mientras que en el judaísmo todo está centrado en la colectividad, en el pueblo
elegido, el mensaje de Jesús era sumamente individualista: El se habría
dirigido a la persona individual, reconociendo su valor infinito y
convirtiéndolo en el fundamento de su doctrina. Para Harnack hay un segundo
contraste fundamental. A su entender, en el judaísmo era dominante el aspecto
cultual (y, con él, la clase sacerdotal); Jesús, en cambio, dejando de lado el
aspecto cultual, habría orientado todo su mensaje en un sentido estrictamente
moral. Él no habría apuntado a la purificación y a la santificación cultuales,
sino al alma del hombre: el obrar moral de cada uno, sus obras basadas en el
amor, serían entonces lo decisivo para entrar a formar parte del reino o quedar
fuera de él.
Esta contraposición entre culto y moral, entre
colectividad e individuo, ha influido durante mucho tiempo y, a partir de los
años treinta, más o menos, fue adoptada también por buena parte de la exégesis
católica.
En Harnack, sin embargo, esto estaba
relacionado también con la contraposición entre las tres grandes formas del
cristianismo: la católico-romana, la greco-eslava y la germano-protestante.
Según Harnack, esta última habría devuelto al mensaje de Cristo toda su pureza.
Pero precisamente en el ámbito protestante hubo también posiciones netamente
antitéticas: el destinatario de la promesa no sería el individuo como tal, sino
la comunidad, y sólo en cuanto miembro de ella el individuo alcanzaría la
salvación. El mérito ético del hombre no importaría; el Reino de Dios estaría
«más allá de la ética» y sería pura gracia, como se muestra especialmente en el
hecho de que Jesús comía con los pecadores (cf. por ejemplo, K. L. Schmidt,
ThWNT I 587ss).
La época de esplendor de la teología liberal
finalizó con la Primera Guerra Mundial y con el cambio radical del clima
intelectual que le siguió. Pero mucho antes ya se vislumbraba una
transformación. La primera señal clara fue el libro de Johannes Weiss Die
Predigtjesu vom Reiche Gottes (1892) [La predicación de Jesús sobre el Reino de
Dios]. En la misma línea iban los primeros trabajos exegéticos de Albert
Schweitzer: se decía entonces que el mensaje de Jesús habría sido radicalmente
escatológico; que su proclamación de la cercanía del Reino de Dios habría sido
el anuncio de que el fin del mundo estaba próximo, de la irrupción del nuevo
mundo de Dios, de su soberanía. El Reino de Dios se debía entender, por tanto,
en sentido estrictamente escatológico. Incluso se forzaron algo algunos textos
que evidentemente contradecían esta tesis para interpretarlos en este sentido,
como por ejemplo la parábola del sembrador (cf. Mc4,3-9), la del grano de
mostaza (cf. Mc 4, 30-32), la de la levadura (cf. Mt 13, 33; Lc 13,20) o la de
la semilla que crece por sí sola (cf. Mc 4,26-29). En estos casos se decía: lo
importante no es el crecimiento; lo que Jesús quería decir en cambio era: ahora
hay una realidad humilde, pero pronto —de repente— aparecerá otra realidad. Es
evidente que la teoría prevalecía sobre la escucha del texto. Fueron muchos los
esfuerzos que se hicieron para trasladar a la vida cristiana contemporánea la
visión de la escatología inminente, que para nosotros no es fácilmente
comprensible. Bultmann, por ejemplo, lo intentó mediante la filosofía de Martin
Heidegger: lo que cuenta es una actitud existencial, una «disposición
permanente»; Jürgen Moltmann, enlazando con Ernst Bloch, desarrolló una
«Teología de la esperanza» que pretendía interpretar la fe como una
participación activa en la construcción del futuro.
Entretanto se ha extendido en amplios círculos
de la teología, particularmente en el ámbito católico, una reinterpretación
secularista del concepto de «reino» que da lugar a una nueva visión del
cristianismo, de las religiones y de la historia en general, pretendiendo
lograr así con esta profunda transformación que el supuesto mensaje de Jesús
sea de nuevo aceptable. Se dice que antes del Concilio dominaba el
eclesiocentrismo: se proponía a la Iglesia como el centro del cristianismo. Más
tarde se pasó al cristocentrismo, presentando a Cristo como el centro de todo.
Pero no es sólo la Iglesia la que separa, se dice, también Cristo pertenece
sólo a los cristianos. Así que del cristocentrismo se pasó al teocentrismo y,
con ello, se avanzaba un poco más en la comunión con las religiones. Pero
tampoco así se habría alcanzado la meta, pues también Dios puede ser un factor
de división entre las religiones y entre los hombres.
Por eso es necesario dar el paso hacia el
reinocentrismo, hacia la centralidad del reino. Éste sería, al fin y al cabo,
el corazón del mensaje de Jesús, y ésta sería la vía correcta para unir por fin
las fuerzas positivas de la humanidad en su camino hacia el futuro del mundo;
«reino» significaría simplemente un mundo en el que reinan la paz, la justicia y
la salvaguardia de la creación. No se trataría de otra cosa. Este «reino»
debería ser considerado como el destino final de la historia. Y el auténtico
cometido de las religiones sería entonces el de colaborar todas juntas en la
llegada del «reino»... Por otra parte, todas ellas podrían conservar sus
tradiciones, vivir su identidad, pero, aun conservando sus diversas
identidades, deberían trabajar por un mundo en el que lo primordial sea la paz,
la justicia y el respeto de la creación.
Esto suena bien: por este camino parece
posible que el mensaje de Cristo sea aceptado finalmente por todos sin tener
que evangelizar las otras religiones. Su palabra parece haber adquirido, por
fin, un contenido práctico y, de este modo, da la impresión de que la
construcción del «reino» se ha convertido en una tarea común y, según parece,
más cercana. Pero, examinando más atentamente la cuestión, uno queda perplejo:
¿Quién nos dice lo que es propiamente la justicia? ¿Qué es lo que sirve
concretamente a la justicia? ¿Cómo se construye la paz? A decir verdad, si se
analiza con detenimiento el razonamiento en su conjunto, se manifiesta como una
serie de habladurías utópicas, carentes de contenido real, a menos que el
contenido de estos conceptos sean en realidad una cobertura de doctrinas de
partido que todos deben aceptar.
Pero lo más importante es que por encima de
todo destaca un punto: Dios ha desaparecido, quien actúa ahora es solamente el
hombre. El respeto por las «tradiciones» religiosas es sólo aparente. En
realidad, se las considera como una serie de costumbres que hay que dejar a la
gente, aunque en el fondo no cuenten para nada. La fe, las religiones, son
utilizadas para fines políticos. Cuenta sólo la organización del mundo. La
religión interesa sólo en la medida en que puede ayudar a esto. La semejanza
entre esta visión postcristiana de la fe y de la religión con la tercera
tentación resulta inquietante.
Volvamos, pues, al Evangelio, al auténtico
Jesús. Nuestra crítica principal a esta idea secular-utópica del reino era:
Dios ha desaparecido. Ya no se le necesita e incluso estorba. Pero Jesús ha
anunciado el Reino de Dios, no otro reino cualquiera. Es verdad que Mateo habla
del «reino de los cielos», pero la palabra «cielo» es otro modo de nombrar a
«Dios», palabra que en el judaísmo se trataba de evitar por respeto al misterio
de Dios, en conformidad con el segundo mandamiento. Por tanto, con la expresión
«reino de los cielos» no se anuncia sólo algo ultraterreno, sino que se habla
de Dios, que está tanto aquí como allá, que trasciende infinitamente nuestro
mundo, pero que también es íntimo a él.
Hay que tener en cuenta también una importante
observación lingüística: la raíz hebrea malkut «es un nomen actionis y
significa —como también la palabra griega basileía— el ejercicio de la
soberanía, el ser soberano (del rey)» (Stuhlmacher I, p. 67). No se habla de un
«reino» futuro o todavía por instaurar, sino de la soberanía de Dios sobre el
mundo, que de un modo nuevo se hace realidad en la historia.
Podemos decirlo de un modo más explícito:
hablando del Reino de Dios, Jesús anuncia simplemente a Dios, es decir, al Dios
vivo, que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto,
y precisamente ahora lo está haciendo. Nos dice: Dios existe. Y además: Dios es
realmente Dios, es decir, tiene en sus manos los hilos del mundo. En este
sentido, el mensaje de Jesús resulta muy sencillo, enteramente teocéntrico. El
aspecto nuevo y totalmente específico de su mensaje consiste en que Él nos
dice: Dios actúa ahora; ésta es la hora en que Dios, de una manera que supera
cualquier modalidad precedente, se manifiesta en la historia como su verdadero
Señor, como el Dios vivo. En este sentido, la traducción «Reino de Dios» es
inadecuada, sería mejor hablar del «ser soberano de Dios» o del reinado de
Dios.
Pero ahora debemos intentar precisar algo más
el contenido del mensaje de Jesús sobre el «reino» desde el punto de vista de
su contexto histórico. El anuncio de la soberanía de Dios se funda —como todo
el mensaje de Jesús— en el Antiguo Testamento, que Él lee en su movimiento
progresivo que va desde los comienzos con Abraham hasta su hora como una
totalidad, y que —precisamente cuando se capta la globalidad de este
movimiento— lleva directamente a Jesús.
Tenemos en primer lugar los llamados Salmos de
entronización, que proclaman la soberanía de Dios (YHWH), una soberanía
entendida en sentido cósmico-universal y que Israel acepta con actitud de
adoración (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). A partir del siglo VI, dadas las
catástrofes de la historia de Israel, la realeza de Dios se convierte en
expresión de la esperanza en el futuro. En el Libro de Daniel —estamos en el
siglo II antes de Cristo— se habla del ser soberano de Dios en el presente,
pero sobre todo nos anuncia una esperanza para el futuro, para la cual resulta
ahora importante la figura del «hijo del hombre», que es quien debe establecer
la soberanía. En el judaísmo de la época de Jesús encontramos el concepto de
soberanía de Dios en el culto del templo de Jerusalén y en la liturgia de las
sinagogas; lo encontramos en los escritos rabínicos y también en los
manuscritos de Qumrán. El judío devoto reza diariamente el Shemá Israel:
«Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.» (Dt 6, 4;
11, 13; cf. Nm 15, 37-41). El rezo de esta oración se interpretaba como el
cargar con el yugo de la soberanía de Dios: no se trata sólo de palabras; quien
la recita acepta el señorío de Dios que, de este modo, a través de la acción
del orante, entra en el mundo, llevado también por él y determinando a través
de la oración su modo de vivir, su vida diaria; es decir, se hace presente en
ese lugar del mundo. Vemos así que la señoría de Dios, su soberanía sobre el
mundo y la historia, sobrepasa el momento, va más allá de la historia entera y
la trasciende; su dinámica intrínseca lleva a la historia más allá de sí misma.
Pero al mismo tiempo es algo absolutamente presente, presente en la liturgia,
en el templo y en la sinagoga como anticipación del mundo venidero; presente
como fuerza que da forma a la vida mediante la oración y la existencia del
creyente, que carga con el yugo de Dios y así participa anticipadamente en el
mundo futuro.
Precisamente en este punto se puede comprobar
que Jesús fue un «israelita de verdad» (cf. Jn 1,47) y, al mismo tiempo, que
fue más allá del judaísmo, en el sentido de la dinámica interna de sus
promesas. Nada se ha perdido de los contenidos que acabamos de ver. Sin
embargo, hay algo nuevo que se expresa sobre todo en las palabras «está cerca
el Reino de Dios» (Mc 1, 15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12, 28), está «dentro
de vosotros» (Lc 17, 21). Se hace referencia aquí a un proceso de «llegar» que
se está actuando ahora y afecta a toda la historia. Son estas palabras las que
inspiraron la tesis de la venida inminente, presentándola como lo específico de
Jesús. Pero esta interpretación no es en modo alguno concluyente; más aún, si
se considera todo el conjunto de las palabras de Jesús, hay incluso que
descartarla de plano. Eso se ve ya en el hecho de que los defensores de la
interpretación apocalíptica del anuncio del reino por parte de Jesús (en el
sentido de una expectativa inminente) pasan por alto, siguiendo su propio
criterio, una gran parte de sus palabras sobre este tema, mientras que en otras
tienen que forzar su sentido para adaptarlas.
El mensaje de Jesús acerca del reino recoge
—ya lo hemos visto— afirmaciones que expresan la escasa importancia de este
reino en la historia: es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las
semillas. Es como la levadura, una parte muy pequeña en comparación con toda la
masa, pero determinante para el resultado final. Se compara repetidamente con
la simiente que se echa en la tierra y allí sufre distintas suertes: la
picotean los pájaros, la ahogan las zarzas o madura y da mucho fruto. Otra
parábola habla de que la semilla del reino crece, pero un enemigo sembró en
medio de ella cizaña que creció junto al trigo y sólo al final se la aparta
(cf. Mt 13, 24-30).
Otro aspecto de esta misteriosa realidad de la
«soberanía de Dios» aparece cuando Jesús la compara con un tesoro enterrado en
el campo. Quien lo encuentra lo vuelve a enterrar y vende todo lo que tiene
para poder comprar el campo, y así quedarse con el tesoro que puede satisfacer
todos sus deseos. Una parábola paralela es la de la perla preciosa: quien la
encuentra también vende todo para hacerse con ese bien, que vale más que todos
los demás (cf. Mt 13, 44ss). Otro aspecto de la realidad de la «soberanía de
Dios» (reino) se observa cuando Jesús, en unas palabras difíciles de explicar,
dice que el «reino de los cielos» sufre violencia y que «los violentos
pretenden apoderarse de él» (Mt 11,12).
Metodológicamente es inadmisible reconocer
como «propio de Jesús» sólo un aspecto del todo y, partiendo de una semejante
afirmación arbitraria, doblegar a ella todo lo demás. Tenemos que decir más
bien: lo que Jesús llama «Reino de Dios, reinado de Dios», es sumamente
complejo y sólo aceptando todo el conjunto podemos acercarnos a su mensaje y
dejarnos guiar por él.
Veamos con más detalle al menos un texto como
ejemplo de la dificultad de entender el mensaje de Jesús, siempre tan lleno de
claves secretas. Lucas 17, 20s nos dice: «A unos fariseos que le preguntaban
cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contestó: "El Reino de
Dios vendrá sin dejarse ver (¡como espectador neutral!), ni anunciarán que está
aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está entre vosotros». En las
interpretaciones de este texto encontramos nuevamente las diversas corrientes
según las cuales se ha interpretado generalmente el «Reino de Dios», desde el
punto de vista y la visión de fondo de la realidad propia de cada exegeta. Hay
una interpretación «idealista» que nos dice: el Reino de Dios no es una
realidad exterior, sino algo que se encuentra en el interior del hombre.
Pensemos en lo que antes oímos decir a Orígenes. En ello hay mucho de cierto,
pero también desde el punto de vista lingüístico esta interpretación resulta
insuficiente. Existe, además, la interpretación en el sentido de la venida
inminente, que afirma: el Reino de Dios no llega lentamente, de forma que se le
pueda observar, sino que irrumpe de pronto. Pero esta interpretación no tiene
fundamento alguno en la literalidad del texto. Por ello ahora se tiende cada
vez más a entender que con estas palabras Cristo se refiere a sí mismo: Él, que
está entre nosotros, es el «Reino de Dios», sólo que no lo conocemos (cf. Jn 1,
31.33). Otra afirmación de Jesús apunta en esta misma dirección, si bien con un
matiz algo distinto: «Si yo echo a los demonios con el dedo de Dios, entonces
es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Aquí (como en el
texto anterior), el «reino» no consiste simplemente en la presencia física de
Jesús, sino en su obrar en el Espíritu Santo. En este sentido, el Reino de Dios
se hace presente aquí y ahora, «se acerca», en Él y a través de Él.
De un modo todavía provisional, y que habrá
que desarrollar a lo largo de nuestro itinerario de escucha de la Escritura, se
impone la respuesta: la nueva proximidad del reino de la que habla Jesús, y
cuya proclamación es lo distintivo de su mensaje, esa proximidad del todo nueva
reside en Él mismo. A través de su presencia y su actividad, Dios entra en la
historia aquí y ahora de un modo totalmente nuevo, como Aquel que obra. Por eso
ahora «se ha cumplido el plazo» (Mc 1,15); por eso ahora es, de modo singular,
el tiempo de la conversión y el arrepentimiento, pero también el tiempo del
júbilo, pues en Jesús Dios viene a nuestro encuentro. En Él ahora es Dios quien
actúa y reina, reina al modo divino, es decir, sin poder terrenal, a través del
amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta la cruz. A partir de este
punto central se engarzan los diversos aspectos, aparentemente contradictorios.
A partir de aquí entendemos las afirmaciones sobre la humildad y sobre el reino
que está oculto; de ahí la imagen de fondo de la semilla, de la que nos
volveremos a ocupar; de ahí también la invitación al valor del seguimiento, que
abandona todo lo demás. Él mismo es el tesoro, y la comunión con Él, la perla
preciosa.
Así se aclara también la tensión entre ethos y
gracia, entre el más estricto personalismo y la llamada a entrar en una nueva
familia. Al reflexionar sobre la Torá del Mesías en el Sermón de la Montaña
veremos cómo se enlazan ahora la libertad de la Ley, el don de la gracia, la
«mayor justicia» exigida por Jesús a los discípulos y la «sobreabundancia» de
justicia frente a la justicia de los fariseos y los escribas (cf. Mt 5,20).
Tomemos de momento un ejemplo: el relato del fariseo y el publicano que rezan
ambos en el templo, pero de un modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14).
El fariseo se jacta de sus muchas virtudes; le
habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a
Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante
Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. ¿Significa esto que uno representa
el ethos y el otro la gracia sin ethos o contra el ethos? En realidad no se
trata de la cuestión ethos sí o ethos no, sino de dos modos de situarse ante
Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino sólo a sí
mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No
hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta superfluo;
basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo. El otro, en
cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se
le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de
vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por
descontada. Sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia
de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. El vive
gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre
necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a
transmitirlo a los demás. La gracia que implora no le exime del ethos. Sólo
ella le capacita para hacer realmente el bien. Necesita a Dios, y como lo
reconoce, gracias a la bondad de Dios comienza él mismo a ser bueno. No se
niega el ethos, sólo se le libera de la estrechez del moralismo y se le sitúa
en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios; así el ethos
llega a ser verdaderamente él mismo.
El tema del «Reino de Dios» impregna toda la
predicación de Jesús. Por eso sólo podemos entenderlo desde la totalidad de su
mensaje. Al ocuparnos de uno de los pasajes centrales del anuncio de Jesús —el
Sermón de la Montaña— podremos encontrar más profundamente desarrollados los
temas que aquí sólo se han tratado de pasada. Veremos sobre todo que Jesús
habla siempre como el Hijo, que en el fondo de su mensaje está siempre la
relación entre Padre e Hijo. En este sentido, Dios ocupa siempre el centro de
su predicación; pero precisamente porque el mismo Jesús es Dios, el Hijo, toda
su predicación es un anuncio de su misterio, es cristología; es decir, es un
discurso sobre la presencia de Dios en su obrar y en su ser. Veremos cómo éste
es el aspecto que exige una decisión y cómo, por ello, el que conduce a la cruz
y a la resurrección.
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