domingo, 19 de febrero de 2012

Domingo 7º Durante el Año Ciclo B


«TUS PECADOS TE SON PERDONADOS...»


 Supongamos que esta historia hubiera tenido lugar en la actualidad. El mundo traería a la iglesia por el tejado a sus impedidos y enfermos, introduciría por él sus lisiados y enfermos, y los depositaría sin hablar una palabra a sus pies: «Tú dices que tienes que ofrecer la salvación...». Pero imaginemos lo otro. La iglesia, según esa historia, debería responder: «Te doy el perdón de los pecados. No puedo hacer que una pierna amputada crezca de nuevo, pero puedo garantizar el perdón de los pecados».

La reacción del mundo de hoy seria muy distinta de la de los fariseos. Su sarcasmo apenas contendría la ira: «El mundo está lleno de miserias y tú no tienes nada mejor que ofrecer que hablar de perdón de los pecados. Tú has inventado la culpa y el pecado, para convertirte en necesaria y para librar de aquello que tú misma has inventado». En cambio, la ira de los fariseos tenía otras bases: ellos se partían el pecho defendiendo la maiestas de Dios, que consideraban había sido herida por las palabras de Jesús. ¿Cómo puede atreverse él a hablar con el yo de Dios o en nombre de Dios? Para ellos, es claro que existe Dios, que existe el pecado y que existe el perdón, que Dios, sólo Dios puede dar. Pero precisamente esto apenas lo presupone hoy nadie en serio y, por eso, el evangelio no afecta o impresiona inmediatamente a ningún hombre, si quiere mostrar la divinidad de Jesús, al hablar de su plena potestad de perdonar los pecados. Muchos no niegan directamente a Dios, pero para ellos él no tiene la menor importancia para la vida humana. Que Dios podría interesar de tal manera la acción del hombre que él la consideraría como pecado, como ofensa de sí mismo, la cual él mismo debería perdonar, apenas lo advierte nadie... Incluso los mismos teólogos aventuran la pregunta de si se podría sustituir la confesión de un modo conveniente por conversaciones con abogados, con psicólogos o sociólogos: no existiría propiamente ningún tipo de pecado, sino sólo existirían problemas, que los pueden solucionar personas especializadas. Y, juntamente con el pecado, desaparece el perdón y, tras de eso, viene la desaparición de un Dios vuelto a los hombres. ¿Pero es esto tal vez efectivamente la solución de las cuestiones humanas? ¿No pensaba así S. Freud, para el cual Dios es la neurosis universal de la humanidad, la enfermedad de la que empieza por fin a curarse el mundo? Ahora bien, si el pecado y el perdón divino desaparecen, es sustituido por otra cosa: el mecanismo de las disculpas. El hombre siente la culpa siempre, incluso hoy. Pero él no puede vivir con culpa. Y si no hay perdón que supere y haga desaparecer la culpa, entonces se deberá arrojar a ésta de sí de otra manera, discutiéndola o negándola. Así se han desarrollado verdaderas ciencias acerca de la liberación de la culpa, y de todo eso se puede ver muchísimo en los expedientes de los tribunales. La repulsa de la culpa no puede, evidentemente, negar lo terrible, no pretende eliminar la culpa. Sólo puede encontrar otras causas extrañas de esa culpa. En el nacionalsocialismo, eran los judíos sobre los que se hacía recaer la culpa. Hoy la gran culpable es la sociedad. Ella es culpable de todo. En lugar de Dios, que perdona, ha entrado la sociedad a la que no se necesita perdonar, no se puede perdonar nada: ella es la culpa misma. ¿Pero cura este mecanismo de disculpa?
Él crea, a su vez, agresión. Mientras localiza la culpa, la hace objeto de ataque. La rabia que hoy sacude a toda una generación ha de explicarse a partir de ahí. Ella se encarniza contra la sociedad, portadora de la culpa. Pero la agresión hacia fuera no hace libres hacia adentro. Ella es, en último extremo, una mentira, y la mentira no es un lugar en el que se pueda vivir. El mecanismo de las disculpas, que tan sabiamente se enmascara no raras veces, no deja de ser una especie de mentira que desgarra al hombre y al mundo, tal como lo experimentamos.

En este caso, el evangelio nos debería decir también hoy algo. Él nos da ánimos para enfrentarnos con la verdad, y solamente la verdad nos hace libres. Pero la verdad de Jesucristo es que existe perdón y que lo otorga el que tiene el poder para ello. El aceptar esta verdad es lo que nos pide el evangelio. Existe Dios. Existe la culpa. Y existe el perdón. Nosotros lo necesitamos si es que no pretendemos escabullirnos en la mentira de las disculpas y destruirnos a nosotros mismos o causarnos daño.

Si aprendemos a aceptar esto, podrá ocurrir también hoy lo que dice la segunda parte del evangelio. Porque donde existe el perdón, se da asimismo la curación. Entonces se da la invitación a servir y a curar, que hace que el paralítico camine. Donde sólo se «cura», entonces esa curación queda como algo vacío. En fin de cuentas, sólo se cura allí donde se perdona, donde el amor misericordioso de Dios otorga al hombre lo que no ha pedido, pero que necesita antes que ninguna otra cosa.

JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 73-75


No hay comentarios:

Publicar un comentario