Miremos de nuevo el costado abierto de Cristo crucificado, ya que esta mirada es el sentido intimo del viernes santo, que desea apartar nuestra vista de los atractivos del mundo, y dirigirla hacia el verdadero punto que puede mantenernos orientados a través del laberinto de callejuelas que sólo sirven para hacernos dar vueltas.
Juan piensa que la Iglesia, en el fondo, toma su origen del costado traspasado de Cristo, incluso de otra forma distinta a como se ha expresado hasta ahora. Indica que de la herida del costado brotaron
sangre y agua. Sangre y agua representan para él los dos sacramentos fundamentales, eucaristía y bautismo, que, a su vez, significan el contenido auténtico de la esencia de la Iglesia.
Bautismo y eucaristía son las dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque el bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa bajo el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre representa mucho más que un juego de palabras; podemos
comprender su sentido a través del hecho del matrimonio y de la comunidad de nombres que se origina entre dos personas, como expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy parecido al del matrimonio: penetración de nuestra existencia por la suya, inmersión de mi vida en la suya, que se convierte así en
medida y ámbito de mi ser.
La eucaristía significa sentarse a la mesa con Cristo, uniéndonos a todos los hombres, ya que al comer el mismo pan, el cuerpo del Señor, no sólo lo recibimos, sino que nos saca de nosotros mismos y nos introduce en él, con lo que forma realmente su Iglesia. Juan relaciona ambos sacramentos con la cruz, los ve brotar del costado abierto del Señor y encuentra que aquí se cumple lo dicho por él en el discurso de despedida: me voy y vuelvo a vosotros. En cuanto que me voy, vuelvo; sí, mi ida —la muerte en
la cruz— es también mi vuelta. Mientras vivimos, el cuerpo es no sólo el puente que nos une unos a otros, sino la frontera que nos separa y nos relega al ámbito impenetrable de nuestro yo, de nuestro ser espacio- temporal. El costado abierto se convierte de nuevo en símbolo de la apertura que el Señor nos ha proporcionado con su muerte: las fronteras del cuerpo ya no le ligan, el agua y la sangre de su costado inundan la historia; por haber resucitado, es el espacio abierto que a todos nos llama. Su vuelta no es un acontecimiento lejano del final de los tiempos, sino que ha comenzado en la hora de su muerte, cuando al irse se introdujo de nuevo entre nosotros. De este modo, en la muerte del Señor se ha realizado el destino del grano de trigo. Si éste no cae a tierra queda solo; pero si cae en la tierra y muere produce gran fruto. Todavía nos alimentamos de este fruto del grano de trigo muerto: el pan de la eucaristía es la comunicación inagotable del amor de Jesucristo, suficientemente rico para saciar el hambre de todos los siglos y que, naturalmente, exige también nuestra cooperación en favor de esta multiplicación de los panes. El par de panes de cebada de nuestra vida puede parecer inútil, pero el
Señor los necesita y los exige. Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, frutos del grano de trigo muerto. El recibirlos exige de nosotros que nos introduzcamos en ese movimiento del que ellos proceden. Exige de nosotros ese perderse a sí mismo, sin el que es imposible encontrarse: «El que quiera guardar su vida la perderá; pero el que quiera perderla por mí y por el evangelio, la encontrará». Estas palabras del Señor son la fórmula fundamental de la vida cristiana. En definitiva, creer no es otra cosa que decir sí a esta santa aventura del perderse, lo que en su núcleo más íntimo se reduce al amor verdadero. De esta forma, la vida cristiana adquiere todo su esplendor a partir de la cruz de Jesucristo; y la apertura cristiana al mundo, de la que tanto oímos hablar hoy día, sólo puede encontrar su verdadera imagen en el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor radical que es el único que puede salvarnos. Agua y sangre brotaron del cuerpo traspasado del crucificado. Así, lo que es primordialmente señal de su muerte, de su caída en el abismo, es, al mismo tiempo, un nuevo comienzo: el crucificado resucitará y no volverá a morir. De las profundidades de la muerte
brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de Jesucristo brilla ya el resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de la cruz significa, pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual.
SER CRISTIANO
SIGUEME. SALAMANCA-1967. Págs. 99-106
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